¿Cuántas veces de niños nos han mandado a poner la mesa?

¿Cuantas veces lo hacemos casi automáticamente cuando la preparamos a diario? Entonces, sacamos los individuales que tenemos más a mano, la vajilla de siempre y la plasmamos casi sin pensarlo hasta terminar con lo que podríamos llamar, un trámite cotidiano.

La mesa es más que todo eso. Es mucho más que acomodar platos vasos y cubiertos en orden milimétrico; es mucho más que sentarse a comer o depositar sobre ella deliciosos manjares.

La mesa es el lugar que nos convoca, en la multitud de una familia o en la soledad de nuestras almas. Es el lugar que une y reúne y que se hace testigo silencioso de anécdotas, cuentos, lagrimas y risas.

Cuando pongamos la mesa, no pongamos simplemente objetos que nos van a facilitar la ingesta. Debemos poner pasión, amor, espíritu generoso y alma bondadosa. Piensen en cada lugar y quién lo va a ocupar. Prendan una vela, aten las servilletas con una cinta al tono o pongan un pequeño florerito aunque sea con una sola flor flotando. Cada detalle le va a dar vida, color, pero sobre todo la va a aportar la caricia de una mano amorosa que va a reflejar ni mas ni menos que el afecto que hay puesto en ella, en ese lugar que durante veinte minutos o dos horas nos mantendrá reunidos en perfecta comunión.

No guarden la vajilla especial para ocasiones especiales. Hagan que cada día se transforme en una ocasión especial para lucir y disfrutar de lo que tienen, con ustedes mismos. ¿Porqué sólo usar las cosas lindas o buenas cuando tenemos invitados? Usen, sean creativas, innovadoras; transformen para no aburrirse, combinen y disfruten de esta tarea cotidiana, porque más que poner la mesa, créanme, que estarán haciendo hogar y nutriendo en la memoria de los suyos, esos deliciosos momentos que se vivieron alrededor de la mesa.





Cuando viajo en avión, me encanta sentarme del lado de la ventilla. Me hipnotiza, me transporta. Juego, le busco forma a las nubes, me imagino que estoy literalmente sobre un colchón de nimbos esponjosos. Miro, busco, pienso, me imagino corriendo, flotando, y cuando veo algo más que nubes, tomo conciencia visual de la inmensidad, de las magnitudes, de las dimensiones y las proporciones. Es ése el momento en el que logro mirar la vida misma desde una altura y una perspectiva que me cambian la óptica existencial.

Mi mejor experiencia en las alturas, fue la vez que volé en globo sobre Napa Valley. Recorrí viñedos y los aprecié desde una distancia solemne y silenciosa. Eso se siente cuando se vuela en globo: un silencio sepulcral, casi como si uno estuviera conectado al vacío. La ausencia de ruidos repentina, potencia la vista y cuando tomamos distancia de las cosas, paradójicamente, logramos verlas mejor. Esa distancia, nos ayuda a tomar decisiones, a mirar más claro, a entender mejor algunas cosas y también a aceptar los misterios que tiene esta vida. Nos hace reflexionar acerca de lo diminutos que somos y cómo a veces hacemos un mundo por temas insignificantes que mirándolos desde lo alto, se hacen casi irrelevantes.

Cuando tomo distancia y regreso, cambio los muebles de lugar, vuelvo con la cabeza más despejada, las ideas más claras y mi escala de valores tiende a reacomodarse. Es un aterrizaje forzoso a reconsiderarme, a replantearme y también a reinventarme. Pero lo mejor de todo, es que me convenzo de que la vida mirada en perspectiva, toma matices distintos y tantos colores diferentes como el de los globos que volaron esa mañana conmigo. Una experiencia inolvidable que sin dudas recomiendo para mirar la vida desde otras perspectivas.

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