Toda comida de olla es para hacer en cantidad, para compartir en compañía y pasar un buen momento al lado de un fueguito. En invierno, se convierte en el mejor antídoto contra el frío y junto con una copa de vino tinto forman un seductor binomio y un bálsamo que devuelve el alma al cuerpo.

¿Alguna vez se pusieron a pensar cuántos secretos encierra una olla? ¿Cuántas improvisaciones, toques personales de encanto o lluvias de pensamientos caen sobre ella mientras revolvemos casi automáticamente con una cuchara de madera
en perfectos ochos o a favor de las agujas del reloj? A veces pareciera que el fondo de la olla nos transportara a algún lugar lejano como a Alicia, que en el fondo del pozo encontró el país de las Maravillas!

En un guiso hay mucho más que un menjurje de condimentos e ingredientes. Hay aromas, saberes y sabores que quedarán registradas en nuestra memoria y en la exquisita sensación de inhalar profundamente como queriendo percibir el sabor con el alma. Hay tradiciones, recetas de la abuela y la bisabuela y una combinación de ingredientes de dos mundos, el nuevo y el viejo, que supieron mestizarse en perfecta armonía.

Como todo guiso, es un plato celoso y se hace esperar. Los apuros y las ansiedades deben dejarse de lado. Cada ingrediente se debe cocinar con verdadero protagonismo, dejando su impronta en la olla mientras el ojo vigila con suspicacia hasta último momento, de lo contrario, se los va a hacer saber cuando lo prueben.

Encuentren dentro de esas ollas que son el fuego que hacen hogar, su propio País de las Maravillas porque es allí donde van a cocinar las mejores ideas, reflotar los mejores recuerdos y nutrir los corazones de sus seres más queridos.



                                 


Es raro que me resista a un postre. Al menos es raro que me resista a leer la carta, que generalmente me tienta con algo, sobre todo cuando se trata de verdaderos postres. No me seducen para nada aquellas cartas que traen una selección de tortas para elegir; esos para mi, no son postres.

El postre al igual que el plato principal tiene que tener personalidad propia, justo equilibrio y diversas texturas que se puedan ir descubriendo entre bocado y bocado. Debe tener un componente principal, una guarnición que lo complemente, una salsa o coulis y un algo que lo decore. Pero falta un detalle; además de toda esta técnica, tiene que ser rico.

Generalmente acepto la sugerencia del mozo, sobre todo cuando la falta de iluminación del lugar me impide leer la carta cómodamente.  A veces me va bien con los gustos ajenos, otras veces no tanto, pero cuando pronunció “pistachos”, la sola mención fue suficiente para tentarme y mi afirmación fue rotunda. 
Lo que llegué a leer de la carta parecía interesante, sobre todo, porque tenia una identidad marcada, ya que eran postres occidentales todos con algún ingrediente oriental, que de alguna manera enfatizaba la fusión ente las dos culturas, considerando que me encontraba en un restaurante japonés. 

Pistachio Kabosu Yuzu. Así se llamaba el postre que logro captar todos mis sentidos. Tanto el kabosu como el yuzu, son dos frutas procedentes de Asia; la primera parecida al limón sutil y la segunda es una especie de pomelo en miniatura. El semi fredo de Kabosu junto con el merengue de yuzu y el helado de pistacho posaban sobre un gelatinoso almíbar cítrico. El detalle era una tulle crocante que coronaba la elaboración junto con un par de popcorns salados que le dieron el toque sonoro al plato. 

No sabía en qué parte del postre iba a posar la cuchara primero. Lo disfrutaba con la mirada mientras la boca se me hacia agua. Me daba pena desarmar esa pequeña obra de arte que había sido montada sobre un generoso plato hondo, con una delicadeza absoluta, cuidando que cada preparación tuviera  protagonismo propio.

El veredicto final lo daba el sabor, como siempre. ¡Qué difícil es explicar esto! Que difícil es explicar  sensaciones que se funden y desaparecen tan rápido. Eso es el postre para mi: un pequeño placer efímero que  tiene la virtud de regalarnos el dulce que necesitamos algunos, para neutralizar los sabores salados. Es el broche de oro, el cierre, el final. Es la ultima sensación que nos llevamos de una comida y, por ser la ultima, es tan importante que sea buena y sabrosa.



Siempre que viajo, mis experiencias son gastronómicas. Nada me conmueve más, y la gran manzana a la que visito con frecuencia me sigue sorprendiendo con lugares  nuevos y con sus clásicos que sigo eligiendo año tras año porque me hacen sentir como en casa. Desayunar en Le pain quotidien encabeza mi lista. Este lugar de mesas comunales tiene idéntica personalidad en todos lados; desde Notting Hill hasta en Buenos Aires, mantiene siempre su calidad y su charme francés provenzal. El otro lugar que me encanta es Rue 57, una brasserie francesa ubicada en la 57 y la 6ta Avenida que tiene sus puertas abiertas no importa la hora del día. Y eso es precisamente lo que me gusta. Cuando viajo por placer, no tengo agenda y si se me ocurre almorzar a las tres de la tarde, sé que siempre voy a encontrar una mesa adentro o en la vereda, con una carta variada y una buena selección de vinos por copa. 

Otro de mis clásicos es Balthazar en el Soho. Concurrido como siempre, conviene ir con reserva para no esperar cuarenta minutos o terminar a la derecha del salón, donde las mesas son mas chicas  e incomodas. El postre me lo comí a dos cuadras de ahí, en el deleitable Dean & Deluca; una tarta de frutos del bosque con algunas compras de delicatesen de por medio son ya un ritual en mis paseos por el Down Town. 

Dentro de los habituales también tuve algunas desilusiones como encontrar Pastis, del Meat packing District cerrado por reformas. Un distrito que encontré, dicho sea de paso, bastante desolado; como si hubiera perdido el encanto que supo tener años atrás cuando un barrio nuevo logra imponerse en la ciudad. Otra desilusión fue Nello, de Madison y la 60. Un clásico neoyorquino abierto desde años A, pero esta vez comí soso. Hablando en criollo, ni fu ni fa. Una ensalada desabrida de alcauciles que no estaban en su punto, un risotto primavera que dejo la primavera en la cocina, y un mozo estresado con una mesa de diez que tenia sentada al lado, fueron los motivos de mi decepción. Estas cosas pasan también en los buenos, pero no por eso dejan de serlo; simplemente fui el día equivocado.

En el barrio Chino no me senté a comer esta vez, pero me hice una sesión de reflexología para acomodar mis pies y todo mi esqueleto que se hizo sentir de tanto caminar. A lo que no pude resistirme fue al picoteo callejero. Tentada como siempre por las ferias, los mercados y todo lo comestible que se venda en la calle, me compré unos lychee (se pronuncia lichis) en un puesto ambulante y los disfruté mientras esquivaba a la horda de gente que circula normalmente por allí. Otro must callejero son los pretzels que te devuelven el alma al cuerpo cuando inhalas el aroma a recién hechos que desprenden. Estos snacks son la impronta de la ciudad misma; pequeños mordiscos con los que uno saborea la verdadera idiosincrasia culinaria de un lugar.

Siempre tentada con un poco de sushi, fui a Nobu, donde es imposible no pasarla bien. El ambiente es divertido, la atención buena y el sushi muy rico, pero lo que me hizo suspirar fue el postre. Ya les contare porque merece un capitulo aparte. 

Lo top en gastronomía sigue siendo Per Se, en el Columbus Circle, Eleven Madison Park, de la mano del talentoso Humm y el recientemente reciclado River Cafe que quedo devastado después del Sandy, pero que hoy luce como en sus mejores épocas. Sin dudas, es para mí, el lugar que ofrece la mejor vista de Manhattan y mantiene  su estilo, elegancia y calidad a través de los años.

Pasan los años y me sigo convenciendo de que las mejores inversiones son las que hago en buenos momentos y en buenas comidas. Lo tangible va y viene, pero las sensaciones agradables y los ricos sabores perduran para siempre y no te los quita nadie. Esos momentos son en definitiva, lo que nos llevamos de esta vida.
 


Cuántas palabras para describirlo, ¡cuantas metáforas, cuentos, poemas y onomatopeyas! Cuantas cabezas, plumas, manos y paladares fueron inspirados en un solo sabor. Cuantas palabras, tantas, para una sublime  e inigualable sensación.

Coman chocolate, pero cómanlo sin ese instinto que nos invade a todas las mujeres como una fiera indomable: la culpa. Y parte de esa culpa tiene que ver con que engorda. ¡Si,  el chocolate efectivamente engorda, muchísimo!

Engorda el alma, engorda los sueños, las ilusiones y la esperanza.

Engorda los deseos, todo tipo de deseos, engorda el entusiasmo y los caprichos.

Cuando se sientan solas, coman un chocolate.

Cuando todo en el mismo día salió diferente a lo pensado, coman chocolate; si tomaron una copa de más, coman chocolate; si el sueño las invade en un momento inoportuno, coman chocolate; si la desilusión es amorosa, cómanse una caja de chocolates; si van de visita a una casa, lleven bombones, porque no habrá regalo mejor apreciado ni bálsamo más reparador que un rico chocolate.


La vida es un suspiro; aprendamos a suspirar nosotros por aquellos pequeños placeres que logran gratificarnos transportarnos y evadirnos al menos por un pequeño instante a nuestro propio realismo mágico que nos llenará el alma de puro placer y de una inmensa pasión que sólo el chocolate es capaz de transmitir.

¡Coman chocolate y disfrútenlo!


SEGUIME!


Con la tecnología de Blogger.

Segui este Blog con Bloglovin